martes, 9 de enero de 2018

Un año, dos meses y veinticuatro días.

*Basado en hechos reales y dedicado a mi padre, Patricio García Sobrino.

El 11 de octubre de 2016 fue martes y, sin duda alguna tras salir del trabajo a mediodía, volvía a reflexionar no más de 10 segundos sobre la dualidad entre volver a mi piso de Madrid a comer o irme al pueblo a modo aventura casi sin avisar, como muchas veces hago, debido ser aquel día el 50 cumpleaños de mi madre. Pues así fue, tras salir del trabajo a mediodía, tomé el metro dirección a Príncipe Pío y allí cogí el siguiente autobús que me acercó un poco más al pueblo. Aquel día se pudo resumir en un cumpleaños lleno de sorpresa, momentos en familia y situaciones en las que las preocupaciones sobre no perder la sonrisa eran mayores que los problemas de diario.

El 12 de octubre era festivo al ser Día de la Hispanidad y, tras pasarlo realmente bien tal y como siempre suelo hacer en el pueblo: Disfrutar al máximo de ese lugar que tanto me encanta, sobre todo, con planes con amigos y visitas familiares, tomé la decisión de que volvería a Madrid en coche esa misma noche no muy tarde.

Dicho y hecho, creo recordar que sobre las 22:00 horas salí de casa en nuestro Opel Corsa blanco, volviendo a repetir una vez más lo que llamo ‘mini hazañas’ de hacer un viaje de ida y vuelta tan largo en menos de dos días, ya que yo el viernes tras salir del trabajo a mediodía, me volvía al pueblo en ese coche que muchos sin saber sus mayores secretos denominan mayor. Papá la entrada de hoy va por ti, y la primera mención que te dedico es que aún sigo más convencido que nunca al decir que me costaría cambiar ese coche por otro más nuevo, es decir nuestro ‘chiquitín’, y  con mayor motivo aun cuando solo tú y yo sabemos el amor dedicado y, también, lo que ese coche guarda en sus más profundos adentros.

El jueves 13 de octubre, trabajé de 08:00 a 15:00 con una normalidad total, creo haber tenido algún plan por la tarde en La Vaguada y, después de cenar como casi siempre hago, llamé a mi casa encontrándome los primeros silenciosos avisos por mi madre: “Tu padre ha llegado muy cansado el trabajo, le duele bastante la cabeza y se ha ido a la cama”. Mientras tanto, yo también trabaja con normalidad el viernes 14 de octubre y, tras salir y comer en Madrid a mediodía, salía dirección al pueblo sobre las 17:00 de la tarde. ¿Os podéis imaginar no? Atasco monumental en la M-40 a la altura de la salida de Pozuelo dirección a la A-5 y, cómo no, en Móstoles hasta la salida del Xanadú ya en la A-5. Finalmente, a las 19:30 hice una parada a unos 20-25 kilómetros del pueblo,  y en la que recibí esa llamada de mi madre que a nosotros nos puede marcar un antes y un después: “Marcos, ¿Dónde estás, no venías esta tarde? Estoy preocupada, tu padre acaba de venirse del trabajo porque se encuentra mal. Tiene mucho dolor en la cabeza, dice que apenas tiene fuerza, no se le entiende mucho al hablar y tiene el gesto labial algo torcido...”. Ni respondí, simplemente corté la llamada para llegar a casa lo antes posible.

Tras ello, esos 20-25 kilómetros que faltaban por llegar al pueblo, se me pasaron bastante rápido: ¿Os podéis imaginar que intenté tardar lo menos posible, no? Al mismo tiempo, dadas las explicaciones telefónicas que me acababa de decir mi madre, cada kilómetro más cerca del pueblo, cobraba más fuerza la teoría de que a mi padre estaba sufriendo un ictus. Al llegar a la puerta de mi casa y aparcar, pensé para mí mismo: “Marcos, hoy ánimo, sobriedad y tranquilidad, que es lo que necesitan en estos casos”. Al entrar a casa, allí estaba mi padre sentado en una silla del comedor, sí mi padre, ese humano castellano que podía estremecerse de dolor pero que aquel 14 de octubre de 2016 me dijo: “Hijo, no sé qué me pasa, pero me duele mucho la cabeza y, además, veo que no tengo fuerza y me cuesta agarrar las cosas con la mano”, respondiendo yo: “Mamá, coge la cartilla médica y abrigos, que salimos ya para urgencias”.

Dicho y hecho, en urgencias primarias de Velada, mi padre presentó síntomas de estar sufriendo un ictus (a veces no se le entendía al hablar, presentando disminución de fuerza corporal y gesto facial torcido) y, además, 26 de tensión: Todo ello, estando consciente. Mi padre, 20 minutos más tarde, era trasladado al Hospital General Nuestra Señora del Prado de Talavera de la Reina. No le vi entrar a las urgencias de dicho hospital, al ir yo en nuestro coche detrás de la ambulancia y mi padre iba con trato preferente debido a que un volante de atención de urgencia primaria expresaba “paciente con posible accidente cerebrovascular (ACV)”. Desde las 20:30 que llegamos al hospital hasta las 02:30 que nos dieron las primeras observaciones, fue eterno: Largos paseos en la sala de espera, charlas intentando tranquilizar a mi madre, llamadas contando lo ocurrido a mi hermana, tíos y demás familia, etc.

En los momentos de espera todo se hizo eterno, el tiempo se ralentizó y los recuerdos de todo lo vivido con ese ser querido se me pasaban por la cabeza. Automáticamente, en esos momentos de espera, también busqué información acerca sobre qué es realmente un ictus. A día de hoy, somos muchas las personas que sabemos vulgarmente lo que es un ictus al haberlo vivido de cerca por nosotros mismos o, como en mi caso, por un familiar cercano. En términos coloquiales, un ictus es la falta de oxígeno trasladado en sangre al cerebro. Dando un concepto más científico sobre qué es un ictus, es la falta de oxígeno en el cerebro debido a una insuficiencia en los vasos sanguíneos que suministran dicho oxígeno en la sangre que llevan al cerebro. Dicho de otro modo, un ictus es el equivalente a un infarto de corazón, pero en el cerebro.

A las 02:30 nos llamaron por megafonía, el medico que estaba llevando el caso de mi padre salió y nos dijo: “Podríamos decir que su padre ha sufrido pequeños episodios de insuficiencia de oxigeno transportado en sangre al cerebro, sin formar coágulo sanguíneo alguno, por lo que estamos hablando de un ictus isquémico. El paciente está consciente, estable y estará las próximas horas en observación”. También, a mi madre, demás familia y a mí, nos recomendaron irnos a casa, dado que haríamos prácticamente lo mismo que allí, intentar descansar. Lo admito, esa noche la pasé en el salón de mi casa y no pude dormir. Tras aquello y pasados unos días en los que queríamos no darle tanta importancia al asunto familiarmente, fueron muchas las personas que se preocuparon (conocidos, compañeros de trabajo, amigos, compañeros de partido, familia, etc.). ¡Mi gratitud a todos ellos!

Como el título indica, ayer pasaron un año, dos meses y veinticuatro días de aquel digamos que momento áspero, y ayer volviste al trabajo después de esperar tanto. Al fin y al cabo papá, como te diría hablando a un escaso metro en una comida familiar, todo quedó en un aviso y en un amargo susto. Desde aquel instante, te tomas algunas pastillas diarias, dejaste de lado fumar al igual que  otras cosas, no has dejado de ser algo cascarrabias pero, sin dudarlo ni un solo segundo, nunca has dejado de ser ese buen padre que muchas veces me ha inculcado con su forma de ser esta sabia frase: “Sí te planteas un objetivo, pase lo que pase, lucha por conseguirlo”.

A día de hoy, uno de los mayores regalos de estas navidades 2017-2018 es decir que soy un afortunado al seguir disfrutando de ti, que a tu familia nos tienes para lo que sea y que, aunque ella no lo diga, a tu nieta se le cae la baba a la hora de pasar momentos con su abuelo materno o, conocido por ella como ‘lolo’, al igual que te pasa a ti. Papá, dúrame al menos como ese abuelo tuyo y bisabuelo mío que portaba tú mismo nombre, y que llegó a los 87 años. Papá, tú vas a cumplir 60 el próximo 18 de julio de 2018 por lo que, sobre todo, sigamos disfrutando de la vida al máximo.

Papá, te lo dedico, con fotos de esos momentos que he relatado, mostrando el regalo que unos cuántos te hicimos últimamente y, también, con esa canción que tanto te gusta:





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